INTENTO relato corto TLP recien diagnosticada

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LRL

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INTENTO

Abrazaba contra mi pecho la caja de pastillas amarillas. ¿Cuántas serían suficientes para no morir? Mis piernas temblorosas pisaban apenas el suelo de la cocina, como si quisiera levitar para no tocar ni la tierra en la que vivo. Los ojos fijos. La boca entreabierta babeaba una sensación de placer y discordia, como una perra frente un trozo de manzana.
Recordé la última vez que pasó lo mismo. Aquella noche, hace años ya, mis padres dormían mientras yo sacaba una a una las pastillas que mi madre consumía. Ansiolíticos y antidepresivos,…todos ellos acabados en –ina. Ingerí treinta de ellas. Pasé toda la noche vomitando cada hora y mis padres durmieron tranquilos ajenos a todo. A todo lo que en mi interior moría. Tiré la caja de pastillas amarillas sobre la encimera y la aparté. La miré de reojo, aún dudosa, temblando. Siempre sentí que nadie me entendía. Mi dolor era tan grande que podría haber servido para repartirla en la vida de varias personas. Pero nadie lo sabía. Luego venía el intento. Sobrevivir. Levantar la barbilla, agarrar el toro por los cuernos. Reir, elegir la careta más adecuada a ellos. A los que decían que me querían. Camaleonizarme entre las personas “normales”. Amar. O más bien, ser amable, querible. Entonces un sucedáneo de felicidad me convencía de que estaba viva y de que lo estaba haciendo bien. Entregaba mi alma a aquel o aquella que me dijera las palabras adecuadas: “te quiero”. Me sentía a gusto los primeros meses siendo abrazada, cuidada. Sumisa, permitía que entraran bajo mi piel para que hicieran lo que quisieran conmigo. Me encantaba seducirles. Cínica, austera, franca. Así es como les gusta que sea. También dócil, encantadora, inteligente. Con una pizca de dulce rebeldía que aún más les atraía. Pero la sensación poco después empezaba a escasear. Simplemente, moría poco a poco, dejando un rastro amargo de realidad. Yo sentía “Ya no te quiero”. O más bien “Nunca te quise”. Entonces venían los intentos de escapadas, los intentos de boicotear toda posibilidad de amor y finalmente los intentos de autodestrucción por no saber decir “ya no quiero estar aquí, quiero estar en cualquier otro lado”. Otro lado que idealizaba a menudo, confundiendo nuevamente mi camino y alterando todo proyecto de compromiso con los demás y conmigo misma. Me escapaba a gritos, con ira y luego me refugiaba en la soledad para herirme y fustigarme por sentirme rara, diferente, incapaz. Miraba la caja de oxcarbazepina de reojo mientras mi cordura luchaba por elevarse sobre mis emociones. La cordura. Esa que tantas veces intenté recobrar tras caídas y caídas en desiertos de intensos y viscerales actos. Me aparté un poco. Me alejé de ella como si así pusiera un muro entre la muerte y mi cuerpo. Pensé en la gente que me quería. Pero sólo fueron flashes rápidos que mi mente evadía con brutal antipatía. Pero la soledad duraba poco. Justo el tiempo de cortar una relación como la que corta un trozo de carne cruda con un cuchillo mal afilado y ya había alguien a la cola, esperándome. Y empezaba de nuevo el juego de vivir por esa persona. Cada vez mis relaciones duraban más tiempo. Creía firmemente que cuanto más me quedara más les querría. Pero pronto, tras ese desastre del final de la seducción, entraba otra persona en juego, que me hacía estremecer, dudar, cambiar de opinión. Y venían los llantos, la ira, el fuego abrasador que por dentro me quemaba y me impulsaba a ser desobediente, mala y egoísta. Llegaba el caos. Yo lo sentía cuando llegaba lentamente acariciando cada una de mis neuronas. Los signos eran claros. Los ojos ya miraban a cualquier otra parte, más allá de los vidrios de las ventanas que me tenían presa. Miraba mis manos todo el tiempo, las apretaba, movía los dedos impulsivamente, me clavaba las uñas, las cerraba y las abría con iracunda fuerza, las unía, apretando la una contra la otra intentando deshacer la cadena invisible. Yo siempre creí que la culpa la tenían ellos. Dejaban de servirme para empezar a molestare, a cortar mis alas, a violarme. Y comenzaba la batalla entre yo y yo misma salpicando a quien estuviera alrededor. Pronto fue la droga la que me dio la escapada más cómoda. Me evadía y encima me servía para crear discordia entre yo y aquella pareja. Excusa perfecta igual a final ineludible. Me alejé de la cocina dando pasos lentos hacia atrás, mirando con mis ojos idos cómo la muerte con su guadaña de acero quedaba sobre la encimera de mi cocina. Sólo una persona se quedó más tiempo. Se quedó para ver todo mi recorrido desde los veinte años hasta los treinta y cuatro de inciertas tiradas de juegos de cartas en los que siempre salíamos ambos perdiendo. Él, por aguantarme; yo, por no sentirme sola. Quise probar ese algo a lo que muchos llaman amor o compromiso, algo que nunca supe diferenciar. Aguantó de mí todas mis caídas, mis huídas sexuales, bisexuales y homosexuales, mis abusos iracundos, mis idealizaciones frustradas, mis vómitos, mi desorden mental, mi caos. También, a veces, mi estabilidad neutra de emociones apagadas…como el que vierte poco a poco agua sobre un gran fuego. A cambio, le ofrecí lo más valioso que alguien como yo podía dar: “Esta vez, no me iré”. Sumisa…le ofrecí mi cuerpo. Nunca mi alma. Nunca mi corazón. Siempre un pie dentro y otro fuera. Una mano que ofrecía comida de palomas y otra con la señal de stop escrita entre mis líneas del destino. Los abusos fueron enormes. Él a mí, yo a él. Puse, a pesar de todo, mi gran empeño en que saliera bien, como un hombre sólo trabajando en una gran mina bajo la tierra. Nació una niña de nuestro amor encrucijado, destinado a un final desastroso. Él era mi amigo, mi hermano. Yo era su amor, su amiga. Sesiones y dinero gastado en psicólogos, terapeutas, psiquiatras, todo tipo de colores en pastillas, terapias alternativas, consuelo de mis amigos…nada cubrió lo que yo anhelaba. La última vez, yo estaba sentada frente a mi psicoterapeuta gestáltico, piernas cruzadas, pies descalzos en cojines sobre el suelo. Me preguntó después de dos años de trabajo: ¿Por qué no lo dejas? Aguanté cuanto pude con mi garganta las lágrimas que cayeron finalmente gruesas sobre mis mejillas y dije: Porque si lo hago…habrá acabado toda fe en el amor. Después de él…no habrá nada. Tan sólo vació estéril”. Lo abandoné meses después. Vacío estéril: profecía autocumplida. Toda creencia inocente, de niñez ingenua y descuidada en el amor, acabó con esa ruptura. Llegué a pasos cortos yendo hacia atrás por el corredor de la muerte hacia mi habitación. Me senté en mi cama con las piernas abiertas tiradas sobre el colchón como una muñeca hueca. Mirada perdida en el intento fallido. Tomé el móvil.
- Mamá…ven a mi casa. Abrázame. FIN
 
Tiene su punto. Me gusta el final.
 
Interesante ,me ha gustado mucho.Por desgracia somos muchas veces incomprendidos por una sociedad cada vez más vacía y superficial.Yo estoy
escribiendo una novela cuyos hechos suceden en un centro psiquiátrico.Su protagonista padece un trastorno límite y un trastorno de ansiedad como consecuencia
del primero.Escribir es una gran terapia y alivia mucho.
 
Pero nadie lo sabía. Luego venía el intento. Sobrevivir. Levantar la barbilla, agarrar el toro por los cuernos. Reir, elegir la careta más adecuada a ellos. A los que decían que me querían. Camaleonizarme entre las personas “normales”. Amar. O más bien, ser amable, querible. Entonces un sucedáneo de felicidad me convencía de que estaba viva y de que lo estaba haciendo bien. Entregaba mi alma a aquel o aquella que me dijera las palabras adecuadas: “te quiero”. Me sentía a gusto los primeros meses siendo abrazada, cuidada. Sumisa, permitía que entraran bajo mi piel para que hicieran lo que quisieran conmigo. Me encantaba seducirles. Cínica, austera, franca. Así es como les gusta que sea. También dócil, encantadora, inteligente. Con una pizca de dulce rebeldía que aún más les atraía. Pero la sensación poco después empezaba a escasear. Simplemente, moría poco a poco, dejando un rastro amargo de realidad. Yo sentía “Ya no te quiero”. O más bien “Nunca te quise”. Entonces venían los intentos de escapadas, los intentos de boicotear toda posibilidad de amor y finalmente los intentos de autodestrucción por no saber decir “ya no quiero estar aquí, quiero estar en cualquier otro lado”. Otro lado que idealizaba a menudo, confundiendo nuevamente mi camino y alterando todo proyecto de compromiso con los demás y conmigo misma. Me escapaba a gritos, con ira y luego me refugiaba en la soledad para herirme y fustigarme por sentirme rara, diferente, incapaz.
@LRL me ha gustado mucho... aunque es inquietante porque ha sido como leer mi diario... Te entiendo perfectamente.
 
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